sábado, 30 de agosto de 2025

Escribir sobre nada



Flaubert se manifestó motivado con la idea de escribir un libro sobre nada. Bioy Casares pensó en escribir un libro así. “No estoy seguro -reflexionó después- (para no decir que no creo) que sea posible”. Cuando leí el Libro del Desasosiego, de Fernando Pessoa como Bernardo Soares, creí descubrir una enorme obra vacía. “Así como quien hay que trabaje por hastío, escribo, a veces, por no tener qué decir. El devaneo, en el que naturalmente se pierde quien no piensa, es algo en lo que yo me pierdo por escrito, pues sé soñar en prosa. Y hay mucho sentimiento sincero, mucha emoción legítima que extraigo de no estar sintiendo”. Teniendo en cuenta la cantidad de cosas que surgen de semejante paradoja, a nadie se le ocurriría afirmar que el Libro del Desasosiego es vacío.

De adolescente creemos que escribir sobre nada es no contar, apenas describir, desvariar, volcar sentimientos en los márgenes de algún cuaderno y por sobre todas las cosas, aburrir. El aburrimiento como técnica para transmitir al lector el vacío, no está mal. Pero no resuelve. A los quince años quise escribir una novela en donde no ocurriera ninguna cosa. Se parecía a las películas de Perrone, el cineasta argentino que reflejó el vaciamiento menemista en los años noventa con varios films donde -en apariencia- no ocurría gran cosa. Una parte del cine de esa década intentó (quizá inconscientemente) escribir el vacío. En Mundo Grúa, la película atinadamente en blanco y negro dirigida por Pablo Trapero en 1999 cuando ignorábamos que al año entrante el país comenzaría a desmoronarse en la peor crisis de su historia; hay una escena donde dos amigos viajan al sur a visitar a un tercero que hace tiempo no ven. Una vez juntos, los tres amigos casi no hablan, se sientan en el desierto patagónico y observan el paisaje: la nada. El viento les da en la cara, no se miran, de a momentos parece que alguien va a decir algo, pero no, el viento se ha llevado todo.

En la música, es imposible no remitir a Stockhausen, el famoso compositor alemán que se presentó al concierto, se sentó frente al piano, y no tocó durante veinte minutos. La gente se quedó oyendo el sonido de la calle que entraba por las ventanas. También nos encontramos con los argentinos Reynols, la banda de música experimental más rara del planeta, quienes grabaron Blank Tapes, un disco donde se escuchan los diferentes silencios (soplidos) de las cintas vírgenes de casetes que se vendían en distintas épocas, aunque más acertado sería destacar su disco desmaterializado. Al comprarlo y abrir el packaging, encontrabas solo el soporte donde tendría que haberse colocado el CD.

¿Podemos entender al vacío literario por su contrario? ¿Una novela que diga todo? Las novelas de Tom Wolfe me parecen cercanas a este concepto. Lo cuentan todo. Pero con ese criterio evaluativo, una novela sobre nada hablaría de manera ínfima sobre un tema no bien definido. Mario Levrero lo intenta en El discurso vacío: una obra sobre el arte de escribir a mano, cuidar la caligrafía, anotar esos ejercicios y crear una atmósfera. Me recuerda a un monje que comenzó a escribir a los diez años la historia de su vida y murió a los ochenta sin haber terminado de dibujar la primera letra. El grafismo que dejó no permite dilucidar de qué ideograma se trata. También dicen que esta historia es falsa, es decir que no es, no existió.




























En USA, donde todo existe, se creó en 1958 la Sociedad Estadounidense del Vacío. Según sus postulados, el término se refiere a cierto espacio lleno con gases a una presión total menor que la presión atmosférica, por lo que el grado de vacío se incrementa en relación directa con la disminución de presión del gas residual. La definición universal de vacío es mucho más accesible para los no-científicos: El vacío (del latín vacīvus) es la ausencia total de material en los elementos (materia) en un determinado espacio o lugar, o la falta de contenido en el interior de un recipiente. Por extensión, se denomina también vacío a la condición de una región donde la densidad de partículas es muy baja, como en el espacio interestelar; o la de una cavidad cerrada donde la presión de aire u otros gases es menor que la atmosférica. Puede existir naturalmente o ser provocado en forma artificial, ya sea para usos tecnológicos o científicos, o en la vida diaria. Se aprovecha en diversas industrias, como la alimentaria, la automovilística o la farmacéutica. Nada dice de la literatura.

Creo que escribir el vacío es imposible. El acto de escribir ya es algo. Un amigo decía que su abuelo era un escritor genial. El viejo no había producido obra en su vida, pero cuando lo miraba cuidar la huerta con tanta tranquilidad creía adivinar en su interior innumerables historias. A mi me remitió a los recuerdos, esa forma imprecisa que tiene el cerebro de mostrarnos archivos viejos. Mi amigo quería convencerme de la potencialidad de ciertas personas para la literatura, aunque no ejerzan. A eso él llamaba escribir el vacío. Para mí, eso es directamente no escribir.

Cuando supe que el tema de este número de Spleen era éste, tuve la tentación de decirle a mi editor: deje mi espacio vacío. Luego recordé que ya no soy un niño y que tenía que ponerme a trabajar. Hay cierto vacío literario cuando se es chico, uno puede leer toneladas de libros a esa edad, meterse en mil historias, pero no veremos a la literatura, así como no vemos el código fuente y la página web al mismo tiempo. Quizá solo se pueda escribir el vacío en la infancia, donde todo es nuevo, donde hay que llenarlo todo, donde el espacio sobra, o está en blanco.

No lo sé, hace unos meses me quedé sin trabajo, sin esposa, sin un disco rígido de dos terabyte y todo su contenido. De a momentos creo que escribo el vacío cada vez que tipeo para ganar una monedas, cada vez que camino los pasillos ya vacíos de la casa, que rememoro algún viejo video familiar que no volverá.

Es verano y el sol ahueca la tarde. Mirando por la ventana hacia la plaza vacía, el sol decae como un plasma enfermo sobre los techos de las casas bajas del barrio y el teclado bajo mis dedos dispara ráfagas de contenido. No hay blanco ya en la página de Word. Releo este extracto de Bernardo Soares que dejé a un lado y no supe donde usar: “Escribo demorándome en las palabras, como ante vidrieras en las que nada veo. (…) Escribo acunándome, como una madre loca a un hijo muerto.”


Publicado por primera vez en Spleen Jornal (México, 2012)

3 poemas de Gordini


.

amanece 

en lo viejo de la plaza 

abrazo las ventanas

les doy de beber a los manteles 

baño de luces los muebles 

otra vez no tengo qué hacer ni qué decir

voy a comerme de un bostezo

la vía pública



.

en la casa contigua habita el aire

se escucha una procesión de cañerías

el agua que entiende de la vida

viene a nutrirme de palabras




.

querido Sísifo

con lloviznas querido

anduviste solo

comiendo galletas

a las cuatro de la mañana

sentado en el umbral

más pálido que aliento de enferma

revolviendo heladeras

veredas viejas libros con cáncer

no una cosa que pueda verse

tocarse sino

el ver y el tocar


lloro

como la tarde en que te encontré 

mamando un cordón cuneta




Así aprendí a fumar



 Mi padre le consiguió un trabajo al Raulo en la fábrica de polietileno, pero no duró mucho; a los dos meses peleó y lo echaron. Cagó a trompadas al Gerente. A la semana, el tipo le tocó la puerta de la casa y le deformó la cara con ácido. Fue preso y el Raulo cobró alta guita. 

—La indemnización es buena —le explicó a mi papá una madrugada en que me dejaron quedarme a escuchar—, y le saqué bastantes clientes. Los Bonerse lo odiaban de antes de que me hicieran esto —se señalo la cara chamuscada—, así que ahora están conmigo. Además pienso vender más barato. 

El Raulo planeaba montar su propia empresa de envases plásticos en un lugar de las afueras, a la vera de la Ruta 13. El resto del dinero fue al sueño del Renault Fuego.  

Una tarde, a las cinco en punto, mi madre entró a la pieza y me tiró encima la chomba, el pantalón corto y uno de esos cintos elastizados de hebillas de metal. 

—Vamos a dar vueltas en el auto nuevo del Raulo —dijo, y abrió las ventanas—, levantensé, decile a tu hermana que se apure.

Julieta gruñó bajo dos cobijas -a pesar del calor- y el vestido amarillo y rosa sobre la montaña de tela.

—Juli —la llamé—, levantate que vamos a dar vueltas en el auto nuevo del Raulo. 

La cupé Fuego era del futuro, una nave espacial. Dimos vueltas en el centro, donde saqué la cabeza con mi corte de pelo estilo taza por la ventanilla y Julieta apoyó los pies en la otra, acostada en la falda de mamá. Doblamos en la ruta. El Raulo aceleró bastante rápido y nos despeinamos, menos mi viejo, que ese año ya estaba pelado. Entramos a un playón de piedras de un galpón. Bajé último, cerré la puerta y oí “clack”. Fantástico. 

En la fachada del edificio, donde se notaba que en una época estuvo colgado un cartel comercial, se leía la palabra “azul”, que debía ser parte del nombre del local. El Raulo agarró las llaves de la guantera y fue a abrir, lo seguimos:

—¿Y está como estaba? —preguntó mi viejo.

El Raulo abrió otra puerta y dijo que sí, adentro iba a tumbar varias paredes. Recorrimos un pasillo largo con puertas entreabiertas que daban a las piezas. Julieta entró a una y mi viejo la sacó cagando. Mamá apretó mi brazo y susurró: 

—Era un bulín. 

Así explicaba ella las cosas, dando por sentado que ya conocíamos de lo que nos hablaba. Algo intuí. Era un lugar al que la gente iba a abrazarse y besarse mucho. O sea: culiar. 

Al rato, salimos. El Raulo cerró. De la ruta bajó un auto brillante, se me hizo muy caro y de otro país, como para choferes de princesas. Estacionó a pocos metros. Lo manejaba un viejito canoso, pura arruga, de traje blanco impecable y zapatos igual. Se acercó confundido. Las piedritas crujían bajo las suelas.

—Disculpen —dijo—. ¿El Cisne Azul?

Raulo intentaba sacar una piedra de su zapatilla, respondió sin mirar:   

—No está más, cerró. Se fueron del pueblo, creo.

—Ah, disculpe —dijo el viejo.

—No hay problema…

La mano arrugada y llena de anillos apretó la manija cromada de la puerta, no sonó ni al abrir ni al cerrar. El auto trepó a la ruta. A la altura del baúl leí Volvo.

Volvimos riéndonos del viejo. Las casas pasaban veloces por las ventanillas. ¿Quién habrá sido la novia de ese nono? La fue a buscar para culiar y por ahí no la iba a ver nunca más.

—Voy a laburar con bobinas del trece —explicó el Raulo—, y capaz consiga del veintitrés, también. La extrusora la traen la semana que viene. Voy a necesitar ponerla a punto.

Estacionamos en casa y bajamos. O sea, pensé, uno puede tener novia hasta de viejo…

—Si se enteran en la fábrica me echan. —Mi viejo cerró la puerta de la Fuego—. Pero contá conmigo. 

Corrí al patio y me trepé al Paraíso. O sea que alguien puede tener novia hasta de viejo, me volví a alegrar. O sea que los viejos también culean. Bajé y agarré la bici. Me cansé de pedalear cerca de la ruta, subí con el envión y me agarré de un camión que doblaba, me llevó más allá de la rotonda y me descolgué en la calle de tierra que da a la casa de mis abuelos. Pedaleé dos o tres cuadras y dejé la bici tirada en la vereda. El corazón me latía fuerte. Entré por el pasillo y los vi mateando en el patio. Saludé, me senté y le dije a mi abuelo:

—Nono, ¿vos culiás con alguna mujer, o nomás con la abuela?

Que el nono culiara con la abuela me parecía de lo más asqueroso; también me parecía asqueroso que mi papá culeara con mi mamá. Sólo la gente linda o joven culea. ¡Cómo van a culear los grandes! Mi hermana, ponele, que todavía no culea pero estaría bien, o yo en unos años, pero la gente que ya tiene hijos, ¿para qué va a culiar? ¿Y los que tienen nietos y se están por morir? Es un asco. No quise seguir pensando y corrí a esconderme atrás del espantapájaros de la quinta. Podía ver a mis abuelos tomar mates, se habían vuelto a sentar, conversaban. Me puse a pensar que me había desviado de mi investigación, de mi descubrimiento, que era que un viejo puede tener novia; que si quiere no tiene al lado a una abuela, ni hijos o nietos. ¡Sino novia! Eso quería decir que si lograba ponerme de novio iba a estar toda la vida con ella hasta ser viejo y vestirme de traje blanco y tener ese auto espectacular.

Volví con mis abuelos. Me senté en el pasto y les conté del nono que había ido a buscar a su novia, pero apareció mi papá con la cara que pone cada vez que no le aviso a donde voy y tiene que salir a buscarme. 


Lo de la fábrica del Raulo no funcionó. Se endeudó y no retuvo ni la casa. Al tiempo mi viejo le consiguió otro laburo y me mandó a avisarle:

—Decile que cuando salga del parquecito venga a cenar.

Fue en 1989. Subí al baldío, crucé el alambre, doblé la chapa del tren fantasma y entré. Busqué al Raulo en lo oscuro, entre los gritos reverberantes y los rieles crujientes. Iluminado desde abajo por un haz azul junto a las telarañas de tul, fumaba de pie, con el codo en un ataúd abierto.

—¿Qué hacés, pibe? —dijo secando la frente con la manga del traje hecho jirones, cigarrillo preso en los labios y ojeras pintadas de negro.

—Dice mi viejo que cuando salgas vayas a comer.

—Dale, voy. ¿Pasó algo?

—Mi papá me dijo que te avise, dice que tiene buenas noticias.

Un carro rechinó cerca.

—Capaz es por el laburo —dijo alcanzándome el cigarrillo—; aguantá que ahí viene uno.

Se acostó en el féretro sin cerrar. Cuando el carro dobló, el Raulo jadeó sentándose como zombie, un suspiro harto y entabacado. En el carro iba el Petiso Sarmiento y la Teresita Trivago. El Petiso le revoleó una botella de Coca.

—¡Andá a laburar, Raulo! —le gritó.

—¡El Raulo laburó toda su vida! —les grité—. Nada más que no le sale —y le di una fuerte pitada al cigarrillo. Largué el humo. Ya era grande, en cualquier momento me iba a culear a alguna.