Detrás de la puerta de la habitación, la frazada esperó agazapada como un arquero a punto de atajar un penal. Cuando lo vio entrar, atacó. A los nueve años Fede no peleaba bien. La frazada lo envolvió y lo revolcó por el piso. Como la asfixia es el método de las frazadas para matar, Fede intentó mantener la nariz afuera de la colcha. Logró zafarse y la frazada quedó abollada en un rincón, como si nunca hubiese cobrado vida. Él no pudo ni gritar del miedo. Su mamá no le creyó cuando corrió a contarle.
—Fue tu imaginación —le dijo su papá— . A veces el cerebro nos confunde porque no piensa bien cuando le faltan vitaminas.
No pasó un año cuando la vio venir por la esquina. Él llevaba las bolsas de las compras y se paralizó. La frazada pasó a su lado y lo miró como si nada. Fede agarró un fierro de una obra en construcción, por las dudas volviera. La frazada tenía algunas manchas, quizá de cuando anduvo por las alcantarillas, pero no lo atacó, se notaba que andaba preocupada con otras cosas.
Ese verano, en un ascenso lento de la montaña rusa, Fede llegó a lo más alto y la vio detrás de unos árboles cercanos. La frazada lo amenazó con un gesto. Se veía muy pequeña desde tan alto pero sintió miedo igual. Cuando terminó la vuelta y se bajó, no dijo nada, temblaba. Esa tarde no se quedó solo ni un rato.
Cuando volvió de las vacaciones, la frazada lo atacó a la salida del primer día de clases, en la esquina. En el piso parecían un gusano electrocutado. En el revoltijo, Fede abrió la cartuchera y con la tijera le hizo varios tajos. La manta se levantó y corrió como pudo, o eso le pareció ver antes de desmayarse. En el Hospital, los padres llegaron por la noche, para el alta. Fede contó toda la historia, pero siguieron sin creerle. Le dijeron que tenía que ir al medico urgente porque esos revolcones que se daba podría ser epilepsia o algo parecido. Con el tratamiento médico no volvió a ver a aquella colcha nunca más. O eso pensé.
Ayer Fede cumplió dieciséis años. En un instante de la fiesta me llamó desde el fondo del patio.
— Vos que sos el único que siempre me creyó —dijo— . Ayer acompañé a mi tío a ver un auto que quería comprar y vi a la frazada en el subte. Estaba muy maltratada, toda remendada, como enferma. Me acerqué y me vio de reojo pero no se dio vuelta. Daba lástima. Además de los cortes, el viento de los trenes la hacía tambalear y si se caía, alguno le iba a pasar por encima, la iba a destrozar. ¡Qué fácil hubiese sido empujarla!
— ¿Y qué hiciste?
— Mirá allá, en la cucha del Tobi. ¿Ves ese trapo?
— ¿Es ella?
— Parece inofensiva ¿no? Está muy vieja.
— ¿Ese trapo que ahora muerde y revuelca?
— Si. Lo ama, le encanta ese trapo.
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