La molibdomancia fue una técnica consistente en dejar caer plomo o estaño fundido en agua. La forma resultante era interpretada simbólicamente como una predicción de futuro: una superficie burbujeante significaba dinero, una forma frágil o rota, desgracia. Era una costumbre de Europa oriental en la Edad Media. En la República Checa es una de las tradiciones de Navidad; los turcos creen que ayuda a resolver diferentes problemas espirituales. El estaño se lleva una parte de uno mismo, la que daña.
Se ha escrito mucho acerca del arte como un ejercicio espiritual de purga, catarsis, explosión, y otros sustantivos de externalización: una especie de chivo expiatorio. Sacar afuera, espantar, hacer huir o desaparecer aquello que no podemos seguir cargando en los hombros, que nos impide caminar. Son pocas las ocasiones, como en este caso, en que, lo que debería expulsarse, es atrapado para siempre, como titán en el tártaro.
La artista visual Melanie Dealbera, pensando en si se puede depositar una experiencia personal en un cuerpo inanimado, se lo preguntó en este íntimo ritual: vertió estaño en agua, y luego atrapó en resina transparente la forma resultante. Las primeras piezas se instalaron en 2021 en Buenos Aires bajo el nombre de “No he podido amar sino donde la muerte”, refiriéndose al atormentado texto de Poe. Puede tomarse como la versión en tres dimensiones de otro proyecto de Dealbera, Las formas del agua, que tuvo como metodología llevar al plano las ondas y sus recorridos, como si se tratara de su secreto idioma. El agua en estado líquido, que aquí actúa como catalizador y molde, es dotada de vida confiriéndole una historia, trayectoria, destino; y mil rostros, a través de la luz. En este caso, el estaño ha capturado la húmeda huella. El estaño se solidifica, el agua le ha indicado cómo fue en el preciso instante en que ambos se llenaron de escozor. Dos amantes que se transfieren temperatura para formar una expresión irrepetible para siempre. Jamás se podrán lograr dos resultados iguales, y es por ello que cada una de estas 33 piezas, son únicas; personales, polisémicas, polivalentes, eternas. Pequeñas lápidas incorruptibles donde se puede ver la huella de lo que fue y ya sanó, como fragmentos de muda de piel, de un espíritu que debió moldear el carácter a fuerza de enfriamiento de aquello que ardía dentro: un metal capaz de enfermar a otros, por eso quizá, debe ser atrapado.
La historia de la humanidad ha abordado la existencia del alma desde perspectivas biológicas, filosóficas, alquímicas y místicas. Dealbera no descarta esos caminos, se pregunta si puede llegarse a ella a través de la materialidad, es decir, emprende el camino inverso: vacía materia en la concavidad abstracta (supuesta alma-molde) como un lecho de río que encuentra su cauce a pesar de los obstáculos. “El agua sigue, confía — asegura la artista — , aunque no pueda ver lo que se interpondrá en su camino, en su recorrido dibuja”. “Podríamos distinguir dos imaginaciones — ensaya Gastón Bachelard en la introducción de El agua y los sueños — : una imaginación que alimenta la causa formal y una imaginación que alimenta la causa material o, más brevemente, la imaginación formal y la imaginación material. (…) Es necesario que una causa sentimental, íntima, se convierta en una causa formal para que la obra tenga la variedad del verbo, la vida cambiante de la luz”. La causa sentimental de Dealbera fue su ritual; la causa formal: estas piezas de arte, es decir, elementos arrojados a la interpretación de quien las recorre.
Las formas cilíndricas remiten a los cortes arqueológicos de la corteza terrestre para estudiar su pasado: catástrofes, temblores, extinciones. A golpe de vista, estamos en presencia de fósiles atrapados en ámbar moderno: metal en lugar de carbono, resina sintética en lugar de vegetal, un fósil de la tecnología humana. Quizá, en un futuro, los arqueólogos (terrestres o no) los encuentren para dilucidar un imaginario de época a través de las huellas del elemento que propició la vida en este planeta testimoniadas por un metal, símbolo de la revolución industrial que la destruyó. Jamás podremos saber qué sintió Melanie en su rito, pero si podemos ver las huellas.
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