La velada de fin de año es muy aburrida, por suerte es la última. Recién nos dieron los diplomas, y el Pelu salió mejor compañero. Después nos dieron unos caramelos hediondos que se me pegaron al paladar. Todos se saludan, se dan besos, lloran, dicen que se van a extrañar mucho y esas mariconadas. El patio está lleno de guardapolvos. Es un mar blanco. No, mejor es la jaula de pollitos, pero blancos. El patio es chiquito y nos apretamos gritando, y la escuela es donde nos crían. Y por eso en los primeros grados las maestras nos dicen “mis pollitos”.
Le veo los ojos mojados a la Caro, abrazada a la Mica. No la voy a ver más a la Caro. Se la llevan a otro comedero, uno más grande. No quiero estar más acá. Quiero estar en lo del tío y jugar al Gálaga o al Magical Tree hasta cumplir cuarenta años. No quiero ir al secundario. Quiero comprar una computadora gigante y meterme adentro y vivir ahí encerrado para siempre y escribir cuentos, pilas y pilas de cuentos. O vivir en otra dimensión donde Séptimo Grado no termina nunca y los guardapolvos sean de cualquier color, del color que cada uno elija.
Mi hermana me empuja al auto. ¡Tetuda, conchuda del orto, envidiosa porque la mami me compró un helado gigante! No la saludé a la Caro, se va mañana y no la saludé. No le iba a dar un beso adelante de todos. Pero a lo mejor, como se besuqueaba con cualquiera, la abrazaba y le decía “mi amor” o algo así.
Apoyo la cabeza en la ventanilla. Lamo el helado y miro las estrellas. Mi papá dice que ahora soy grande y que al secundario no voy a ir a boludear. Agarramos un salto y las tetas de mi hermana rebotan.
Nos movemos, pero la luna siempre queda en el mismo lugar. Grande, igual que el foco de un criadero.
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