En la adolescencia nos pasábamos la tarde con Emilio tirados en la vereda, fumando y discutiendo, soñando con ser escritores. No habíamos leído nada, ni escrito, pero la figura del escritor era algo que se ajustaba a lo que queríamos de la vida. Estuviéramos en su casa, en el kiosco, en el colegio, en el bar o en cualquier sitio; nos tirábamos en el suelo, en cualquier parte, mirábamos para arriba y le dábamos vueltas a la cuestión literaria como si fuésemos a escribir grandes obras mientras estirábamos el chicle.
Una tarde, en la vereda de su casa, Emilio explicó la trama de un cuento que escribía. No había terminado cuando su papá bajó del auto. Livio, su padre, era un hombre grande que había estado preso en los setenta y leído tonelada de cosas. Yo lo admiraba, y envidiaba bastante que Emilio tuviera un padre así.
— Dejen de masticar sueños, eh — nos dijo — . Cumplanlós. Se van a pasar la vida masticando, eh — abrió el Página/12 que traía bajo el brazo y nos mostró la contratapa. Allí había una columna de Tomás Eloy Martínez.
— Cuando este tipo los lea —dijo— me pueden venir a decir que son escritores.
Nos reímos, sacamos cuenta de las edades. Seguramente cuando llegáramos a escribir algo decente, Tomás y Livio estarían muertos. Livio insistió durante años en que no masticamos los sueños sino que los cumpliéramos, pero no parecía movernos mucho de la vereda.
Quince años después me escribió Gabriela Esquivada (Apenas un contacto de Facebook) para decirme que había leído mi novela. Le había parecido maravillosa (más allá de las correcciones que se podrían hacer) y la recomendaría a algunas editoriales. Su marido también la leyó y recomendó a un editor de Alfaguara.
Exaltado llamé a Alicia, la hija de Livio, para contarle. Alicia trabajaba en el diario Crítica y no me dejó hablar. Me preguntó si estaba consciente de con quién había hablado y quien era el marido de Gabriela. Le dije que no. Entonces me dijo: Gabriela es la mujer de Tomás Eloy Martínez. Caí de culo. No podía ser posible que aquel monstruo me hubiera leído, y que le hubiera gustado. Me acordé de Livio inmediatamente. Corrí a su casa a contarle. Livio se alegró muchísimo, me dijo:
—Bien, Giordano; supongo que ya sos escritor, eh.
Semanas después hablé por teléfono con Tomás, se escapó hacia Buenos Aires huyendo de la operación cerebral que podría salvarle la vida. Gabriela me había contado el idilio, la visita al médico de Boston, y lo que le costó arreglar las cosas en Nueva York para poder volver con su marido al país. Era evidente, aunque nadie lo decía, que Tomás había venido a morir al país.
Otra tarde, al mes, hablábamos nuevamente con Livio sobre esto, le conté que había hablado con Tomás. Fue en la vereda de su casa, en la misma en que soñábamos con Emilio. Livio estaba muy feliz por mis logros, y los dos nos reímos de la ironía de que haya sido Tomás Eloy Martínez y no cualquier otro escritor. Recuerdo que había una brisa suave del sur y Livio silbaba el tango Acquaforte. Esa madrugada, a las 5, recibí un llamado. Livio había sufrido un PCR y estaba muerto.
Después de varios meses, hablé con Gabriela. Se había divorciado de Tomás. Me contó algo sobre eso y yo le conté la historia de Livio. La historia de por qué escribo, y que desde aquella adolescencia hasta hacía unos años, no había hecho otra cosa que escribir esa novela. Que la literatura es difícil, muy difícil, que la vida lo es.
Después encontré la noticia en el Facebook. Tomás también había muerto. Ya, me dije, ok. Ya sucedió. Y quise estirar el chicle, tirarme al suelo, volver a soñar. Pero no había nadie que lo viera.
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