Varios niños de Boca Ratón,
los viernes detrás del loco Randy,
su disfraz de payaso:
flotante edredón hasta sentarse
en un banco de Pach Reef Park,
la luminosa acera.
Le colgaba al viejo un cigarro
hasta dormirse.
Los críos lo pateaban,
le escupían el traje,
le ataban el sombrero a los aros de basquetball.
El loco Randy,
recuperado con la siesta,
daba lumbre a otro de sus largos vicios,
limpiaba la peluca,
el amasijo de plástico violeta.
Los pantalones bombachos hacia el aparcamiento,
hacia la única cabina telefónica
en seis calles a la redonda.
Randy
se sacaba los largos zapatos
y hablaba allí dentro
por horas.
Nadie supo jamás a quién telefoneaba.
A veces se torcía a carcajadas.
Antes de venir a California,
fui uno de los niños de Boca.
Una tarde amarilla lo vi llorar,
golpearse la cabeza con el tubo
en la caja de cristal,
tocar la sangre, la contusión.
En la alegría del parque,
el silencio de los condominios
recortaba el cielo ondulante
del Pach Reef Park.
El sol bajó
y el Mustang aparcado minutos antes,
se retiró impecable
dejándolo tirado para siempre.
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